Dice la biblia que Jesús, después de haber resucitado, se le apareció a alrededor de quinientas personas, pero, en el aposento alto, cuando el Espíritu Santo se derramó, no había quinientas personas. La gente lo vio, él caminó con ellos, comió con ellos, les mostró sus marcas, les habló, pero, cuando vamos a la experiencia de lo que es Pentecostés, no había quinientos, sino ciento veinte.
¿Dónde estaban los otros trescientos ochenta? Los otros no tuvieron la capacidad de esperar y de perseverar. Lo que tenían que esperar no era nada, comparado a lo que habían tenido que esperar para que Cristo viniera. Cristo tardó cuatro mil años en llegar. La promesa tardó cuatro mil años en manifestarse.
Habían esperado por generaciones para ver a Cristo resucitado, pero ahora, por la promesa del Espíritu Santo, no tendrían que esperar cien años; eran tan solo cincuenta días. Eran cincuenta días en los que él había estado mostrándose a ellos, halándoles, enseñándoles, pero, lamentablemente, no todos tuvieron la capacidad de perseverar, de permanecer, en obediencia, en el lugar que él les dijo, porque pensaron que era suficiente con una experiencia.
La promesa de Dios cumplida no es para aquellos que simplemente conocen de la promesa, sino para aquellos que son capaces de esperar, en obediencia, por la promesa, para los que son capaces de perseverar. Por eso, Pablo hace una aclaración, diciendo que el evangelio les había sido predicado, pero no te protege por haberlo oído una vez, sino porque perseveras en él.
El tiempo de espera entre el momento en que recibes la resurrección del Señor Jesucristo, y la manifestación de todo lo que él te prometió, no se compara con todo lo que te tomó llegar al punto en el que te encuentras hoy. Tienes que esperar por lo que Dios te ha prometido, y tienes que perseverar, pero no se compara con todo lo que has tenido que esperar para llegar a donde hoy te encuentras. Pero, por alguna razón, los cristianos perdemos nuestra perseverancia, nuestra expectativa, nuestra esperanza. Decimos creer, pero renunciamos fácilmente.
No importa si aquellos que pensabas que iban a permanecer ya no están. Si él dijo que esperaras, si él dijo que iba a venir, si él dijo que tendrías aquella experiencia en el aposento alto, tú no debes renunciar, aunque otros estén renunciando.
En Juan 2, se nos narra el momento en que, tanto María como Jesús y sus discípulos llegaron a una boda. Dice la palabra del Señor que el vino estaba faltando. No se había acabado todavía, pero ya estaba faltando. ¡Qué sentimos presión, cuando vemos escasez en nuestra vida, cuando los números van bajando!
María fue donde Cristo y le dijo que no había vino. Había vino, pero se estaba acabando. Lo que pasa es que la mente, en seguida, te dice que no hay. Pero, en el verso once, después de Jesús haber convertido el agua en vino, dice que ese fue el principio de señales.
Cuando María pensaba que era lo último, en realidad era el principio. Cuando María pensaba que todo se iba a acabar, era el principio. Era el principio de señales.
Ante la escasez, ante la presión del tiempo, ante la presión de que la gente se está yendo, de que te están abandonando, has pensado que es el final, cuando, en realidad, es el principio de señales, el principio de milagros.
Eso que el mundo ha dicho que es tu final, es tu principio.